EL MAESTRO HERRERO de Antonio Peñalver

 

 

Primavera de 1.935. Pedanía caravaqueña de Los Royos. Los aires de guerra empiezan ya a entonar sus primeros silbidos. A lo lejos se oye el ruido estruendoso y metálico de los golpes secos del martillo contra el yunque. La humareda de la chimenea delata el afán del oficial, activando enérgicamente el fuelle para animar la carbonilla del fogón. El olor inequívoco del herrín recalentado me acerca a la fragua del pueblo, una modesta herrería situada a las afueras de la aldea en una especie de cortijo de media docena de casas, donde se forjan las ruedas de los carros que mañana serán tirados por  silenciosas acémilas entre los riscos de los rubios campos de cereales. Allí se calzan a las caballerías y se fabrican trillos y arados. Si decae la demanda de aperos, ‘el maestro herrero’-así le llama la gente cariñosamente a José María, su dueño-cubrirá su tiempo forjando rejas, cerraduras y llavonas de esas que abren los portones de los zaguanes de las casas de campo o los pórticos de acceso a las fincas de secano. También fabrica las calderas donde se han de cocer los romeros, espliegos y tomillos para hacer esencias en la pequeña factoría del señorito del pueblo.

José María, en su inmensa bonhomía, liquida con aquellas buenas gentes una vez al año cuando viene la época de trilla y recogida y venta de la mies. Entonces unos le pagan en dinero y otros en especie o en ambas cosas.

El viejo coche de línea me ha dejado en la puerta de entrada de la venta. Desciendo con mi maletín, sacudo el polvo de mis pantalones que se ha ido filtrando por las desajustadas puertas y ventanas del ómnibus, y me dispongo a iniciar mi cometido semanal como médico rural. Aunque destinado en Caravaca, debo visitar un día a la semana a los enfermos de la pequeña aldea de Los Royos, tierra de paso de manadas de toros de lidia por sus cañadas, conducidos por avezados mayorales a caballo.

Alejada una treintena de kilómetros de la ciudad de Caravaca de La Cruz en dirección a Almería, se encuentra en pleno corazón del noroeste murciano este poblado albo, sobre un montículo coronado por la hermosa ermita de la Inmaculada Concepción construida en el siglo XVII.

José María «El Herrero», pedáneo a su vez de la pequeña aldea, es quien me acompañará, como todos los jueves, en mi recorrido por las casas en las que algún angustiado vecino, espera con ansiedad que le devolvamos curado a los aperos de labranza para seguir atendiendo su tierra ávida de labor.

Entro silencioso en la fragua y le busco con la mirada. Ahí está, con su chaleco negro y su camisa blanca a rayas remangada hasta los codos, protegido por un mandil de cuero,  completamente absorto en la forja que está realizando. De pronto levanta la cabeza y una sonrisa de satisfacción se dibuja en su cara necesitada de un buen afeitado. Es obvio que mi presencia le ha agradado. El aprecio entre ambos es mutuo. Es un hombre grandote y calvorota. Posee un gran carácter. Debe pesar como noventa kilos. A pesar de su gran tamaño, no le cabe en el cuerpo la humanidad que atesora.

Está casado con la joven Bárbara, una muchacha de campo bastante menor que él, con la que un día de fiesta cruzó una mirada enamorada que duró para siempre. Ella le ha dado cuatro hijos: dos espabilados ‘zagales’ que compaginan sus horas de escuela ayudando y aprendiendo al lado de su padre en la fragua, donde el trabajo se acumula de forma insostenible, y las dos hijas algo más pequeñas, que alternan su vida en Los Royos con largas estancias en Cehegín, en casa de la abuela materna. Josefa se llama; una buena mujer casada de segundas tras quedar viuda. Él quiere que sus hijas se eduquen en el pueblo vecino, porque cree que les proporcionará mejores posibilidades de futuro.

Tras un abrazo sincero y cargado, por qué no decirlo, de fuerte olor a hierro trabajado, José María avisa a su mujer de mi llegada, ya que la fragua es una dependencia más de la casa. La joven esposa sale con prestancia a saludarme. Una vez cumplimentados, le pregunto hacia donde hemos de ir primero. Él me contesta que hay que visitar inmediatamente a José, un agricultor que sufre una terrible herida infectada que le ha provocado un gran bulto de pus en el brazo. «Don Martín, voy a lavarme un poco y en seguida estoy con usted», me dice.

La casa de José está cerca. Entramos sin llamar, ya que la puerta está entornada. Allí en una vieja mecedora, con cara de sufrimiento, se encuentra el enfermo, que agradece con su mirada febril nuestra presencia. José María se pone manos a la obra a limpiar la herida bajo mi supervisión. Primero corta la piel dañada y limpia bien la secreción humorosa; después, ayudado por una lanceta, rellena, despacio, la herida con gasa limpia. Por último venda el brazo herido fuertemente. El buen trabajo de este hombre responsable como pocos he visto en mi vida está terminado, aunque le advierto que tendrá que volver todos los días a curarle hasta que la herida cicatrice.

Después nos encaminamos hacia otra casa para poner una inyección a una paciente que tiene unas fiebres raras que no se le quitan. Más tarde, vamos a ver a una pobre muchacha enferma de tuberculosis por la que poco se puede hacer; si a caso, intentar alegrarla un poco y ayudarle a que viva sus últimos momentos con el mínimo sufrimiento posible. Así hasta cinco o seis visitas antes de volver.

El maestro Herrero es un hombre muy culto; yo siempre le digo que es un autodidacta. Escribe perfectamente y le gusta la lectura. Es el único en la aldea que recibe el ABC una vez al mes; no en balde es persona de fuertes convicciones monárquicas. Siempre soñó con ser un gran cirujano, pero las escasas posibilidades de aquella lejana aldea, convirtieron sus aspiraciones en una utopía.  

Mientras caminamos de vuelta al taller, le digo: -José María, me disgusta que haga usted este gran servicio sin cobrar ni un céntimo. No lo veo justo. Él me contesta que no me preocupe, que lo hace porque le gusta.

-¿Sabe lo que le digo? En cuanto llegue a Caravaca voy a proponerle para que sea nombrado practicante de Los Royos y que le pasen una paga.

-Se lo agradezco mucho don Martín, pero usted sabe que seguiré haciéndolo pase lo que pase.

Antes de llegar a su lugar de trabajo, entramos a ver a un joven, que hace dos o tres días recibió una brutal coz de una mula en la boca, haciéndole un gran corte en el labio superior. Me explica que tuvo que coserle el labio con su aguja e hilo especial que afortunadamente tenía en casa. Examino la herida con detenimiento y miro a mi ayudante accidental para decirle: «Le felicito José María, ha hecho un trabajo excelente en el labio de este joven. En poco tiempo ni se le notará la cicatriz».

Llegamos ya a la fragua donde su ayudante sigue faenando acompañado por el perro callejero que un día decidió que esa sería ya su casa para siempre. El herrero le puso de nombre «Sevino», porque en su intención de deshacerse de él, una mañana le llevó a otra aldea a un amigo que quería tener un perro de compañía. El animal, que había sido tratado de manera muy humana por Bárbara, apareció, sorprendentemente, a los pocos días solo y triste por la casa. Atendiendo la fuerte petición de sus hijos, accedió, a regañadientes, a quedárselo para siempre.

Allí se encuentra esperando una mujer con un pequeño cerdo entre sus brazos. Ha venido a que ‘el maestro herrero’ castre al animal para que engorde. Cuestión que solventa en cinco minutos. Esta es otra labor desinteresada que él hace tan solo a cambio de quedarse las criadillas. La mujer se aleja agradecida.

Fin de mi visita a Los Royos. Me despido de mi buen amigo José María hasta el jueves siguiente con un fuerte apretón de manos, aunque él insiste machaconamente para que me quede a comer, cosa que he hecho en bastantes ocasiones. Doy fe de las buenas manos de su mujer en la cocina, pero tengo que atender a otras personas en Caravaca y he de partir inmediatamente.

Tras aceptar resignado mi marcha, ahí se queda, dando martillazos en el yunque ante la atenta mirada de sus hijos, ávidos de aprendizaje y orgullosos de su padre y de la labor que realiza. Mientras, las niñas juegan en la puerta de la fragua con sus amigas fuera ya de horario escolar. Bárbara, da los últimos retoques a un excelente guisado.

 

 

                                                                  FIN

 

 

Homenaje a mi abuelo José María Corbalán.

 

13 de Abril de 2.016

 

 

COMENTARIOS

China 20 agosto, 2016 a las 3:10 pm Responder

It’s really great that people are sharing this intfrmaoion.

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