‘Un paseo por el Cehegín de 1760’. Por Francisco Jesús Hidalgo, archivero municipal y cronista auxiliar

 

 

Hoy comparto con los lectores un paseo por el Cehegín del año 1760, en el que todos los personajes nombrados son reales, con el que pueden hacerse una idea de cómo era este pueblo y cómo eran sus gentes a mediados del siglo XVIII, en un relato breve. Fue publicado en la revista de las fiestas patronales del año 2006.

«Es una mañana hermosa del mes de mayo. Estoy en la puerta de la ermitica de los caños del Partidor, en espera de don Pedro Molina, hoy mi acompañante por las calles de este pueblo. Anoche, mientras gozábamos del fresco en la Plaza Vieja, hablando de otros tiempos, y de otros años, y de otras vidas, me dijo que sobre esta hora podría liberarse de alguna de sus ocupaciones y pasearía conmigo por algunos rincones de la villa.

Han pasado ya más de treinta años, casi cuarenta, quién lo diría, en verdad, cómo ha pasado el tiempo, desde que llegó la Virgen de las Maravillas para ser presentada al pueblo a unos pasos de este lugar. Las mujeres bajan con sus cántaros a llenarlos de agua y hay una rutina de hombres, unos más amigos que otros, que van llegando con las bestias al abrevadero. No tengo que esperar mucho, mi buen amigo aparece a la hora concertada, y tras un amable saludo iniciamos nuestro paseo.

Nos encontramos, nada más comenzar, con don Diego José de Góngora Espín, el propietario de la ermitica y, tras un saludo, nos comenta que tiene intención de transformar este pequeño recinto en una ermita grande y hermosa, dedicada a la advocación del Santo Patriarca el Señor San José, donde se pueda dar misa todos los días de precepto, pero, por ahora, solo es una idea.

Tras un breve intercambio de opiniones nos despedimos para continuar alegrando nuestros pasos a cada momento. A un lado nos queda el carril o camino que va al Cantón de la Noria, allá donde acaba o comienza, según se mire, la calle del Matadero, que baja desde el cabezo de Gorra, pero creo que tal vez pasemos por allí si decidimos acabar en el punto de partida, y si así lo estiman oportuno nuestras ganas.

Caminamos sin prisa, pausadamente, como la vida misma en este tiempo, en dirección a la Tercia. Antes de tomar el camino del antiguo Vía Crucis, topamos con Sebastián Martínez, costalero y guitero, y nos acercamos con él allí donde tiene instalada una carrera de la rueda y guita, en el lugar del juego de los bolos de San Blas con no sé cuántas varas, creo que más de sesenta, según se me antoja.

Un lugar de diversión que ya quedó, hace años, abandonado para tal fin, aunque todavía viven algunos de aquellos que el día del Señor San Blas y, también algunos otros, se juntaban a jugar y entretenerse. Dice Sebastián que su abuelo fue uno de los buenos en esto, aun estando ya entrado en bastantes años. Al lado tiene su casa y, en la puerta, su mujer, delicadamente, quita los piojos de la hija pequeña con un peine, dando pasadas y pasadas por su negro cabello, como si el tiempo no corriese, al fresco de la mañana, mirando fijamente el horizonte de su miseria.

Hablamos durante un momento con Sebastián, de su vida y negocio, pero queremos seguir con tan placentero recorrido y, tras despedirnos, continuamos el camino, alargando el tiempo y casi acortando las palabras. Nos cruzamos en plena calle con don Santos de Cuenca y Fernández Piñero, hacendado y hombre alegre, el cual, tras un cortés saludo, prosigue, con altanería, su camino.

Y volviendo en un instante junto a la Sangre de Cristo, llegamos al barrio de la Vía Crucis o, mejor dicho, del antiguo Vía Crucis, pues ya hace años que se dejó de meditar en sus estaciones. Comienza frente al postigo de dicha ermita, en la senda de la Tría Vieja, o camino de los pasos y se extiende hasta el horno de don Santos y por aquella zona da la vuelta para subir hacia la Concepción, hoy parte de nuestro itinerario.

En estos tiempos todo va cambiando, y mucho perdiéndose. Hasta los nombres se pierden de la memoria de la gente. Verdaderamente que nuestro caminar recuerda la ascensión de Jesús al Calvario, a través de empedrados rotos por el tiempo y polvo removido por las bestias.

Conforme avanzamos en el camino nos damos cuenta cómo, últimamente, algunos de la villa, sin duda por haber olvidado ya lo que aquí había, ¡qué pronto pasan algunas cosas de la memoria! comienzan a llamar a una de estas calles de la Vera Cruz, se entiende que al mudar en el hablar cotidiano los términos, de forma y manera que el Camino de la Cruz ha pasado a ser la Cruz misma, pero ello ya no tiene mayor importancia.

Un grupo de niños pequeños, muy chiquitos aún para trabajar, juegan con sus bolitas de barro cocido, ¡qué poco tiempo les queda de niñez! En un suspiro pasarán de niños a hombres, sin apenas darse cuenta de ello. Mientras, nos cruzamos con la viuda de Pedro Durán que lleva, junto a otra muchacha joven y graciosa, que, según parece, sirve en la casa de don Antonio de Béjar, un gran canastón de ropa para lavar, en la acequia supongo.

Allí, de seguro, se congregarán muchas mujeres, jóvenes y viejas, como también sucede en el río, departiendo, entre la faena, sobre las cosas cotidianas y sencillas del pueblo, pero que son las más interesantes y, también, de vez en cuando, alguna de ellas dará gracias de que ya hubieran pasado los rigores del invierno.

Hacemos el Vía Crucis, ya han desaparecido todas las estaciones, pero aún permanece el regusto de su antigua presencia en el camino. Y nos dirigimos hacia la ermita de la Concepción. Dejamos atrás el horno del nombrado don Santos de Cuenca y llegamos, de nuevo, al susodicho camino de los pasos, el cual, poco a poco, cercando la cumbre, nos lleva hasta la plazoleta.

Una vez en la cima la vista es hermosa como esas mañanas en que la criada de doña Ana Ciller Oliva, aquella morena que más bien parece señora que no sirviente, sale con su ama a la Calle Grande. Desde aquí se contemplan, más arriba del Partidor, ya en plena ladera, las Olivericas de Juan de Guijarro, los descubiertos de don Santos de Cuenca y las casas que, poco a poco, van poblando el cabezo de la ermita de la Concepción en toda la falda de levante. Y mucho más, tanto, hasta el horizonte.

Estando sumidos en plena conversación aparece don Pascasio Chico de Guzmán. Don Pascasio es hombre grave, como suelen ser los hombres de iglesia de su condición. El otro día comentaba doña Isabel Antonia de Béjar Carreño, viuda del ilustre don Alonso Núñez de Úbeda, en vida Regidor Perpetuo de la villa, que tiene intención de hacer una casa junto a la de este presbítero, en un solar ubicado a unos pasos de aquí. Mirando todo el panorama que contemplamos desde las alturas, nos preguntamos cómo será Cehegín dentro de doscientos años, pero eso solo Dios lo sabe.

Proseguimos en nuestro paseo bajando hasta la calle Grande. Subimos por ella hasta la Plaza Mayor. Los pretiles de las carnicerías en verdad que llaman la atención, la viuda de Diego de Moya pasa y mira de reojo el carnero despedazado y el prolífico cochino, pero ni ella ni su familia podrán comer hoy, ni mañana, ni se sabe cuándo, un poco de buena carne. Sus hijos, huérfanos de padre, llevan marcado en su languidez el sino de los miserables.

Hay mucha vida en esta plaza, a pesar de sus estrecheces. Nos encontramos con Simón Navarro, maestro carpintero, tal vez el más fino artesano de su oficio en bastantes años en Cehegín, el cual, con semblante apesadumbrado, se disculpa ante don Pedro por no haber podido entregarle aún cierto encargo que tenía encomendado por su parte, pero que, sin duda, en un par de días lo recibirá en su casa. De seguro será un buen trabajo.

Junto a la casa de don Juan Fernando Álvarez Fajardo, gran hombre y preboste ceheginero, bajamos, pausadamente, hasta llegar al Postigo de los Asnos, puerta de la Villa, en el lugar que, a decir de los viejos, siempre compartió nombre con el del Arbollón, no sin antes pasar junto la botica de Andrés Sánchez.

El barrio del Arbollón está separado por la muralla de aquel otro que llaman del Marmallejo. A través de calles enrevesadas y estrechas, pero donde la vida mana de las piedras mismas, proseguimos a medio camino entre el placer y la filosofía, entre la mucha hambre de algunos y la menos escasez de otros. Hallamos en plena conversación a Agustín el pepino, Diego el tacahueso, Antonio el pansío, y Lucas el feo. Hablan sobre la trifulca que la otra noche hubo en el mesón de Joaquín, al parecer por cosa de dados.

Seguimos bajando hasta llegar al Cubo para, nuevamente, ascender a la ermita de la Soledad. Desde allí tomamos el camino que conduce al Cantón de la Noria, pero, a mitad de trayecto, volvemos a tomar altura para, pasando junto a los Olmicos, llegar hasta el Cabezo de Gorra, junto al parador. Desde lo abigarrado del Cabezo miramos hacia el matadero y hacia las casas del Parador, y echando matadero abajo llegamos al susodicho Cantón de la Noria, lugar de cruce de caminos.

Nada más llegar tropezamos con Juan Carreño, el yerno de la Sargenta, que viene con un asno pardo del camino de Caravaca y, con un “buenos días tengan don Pedro y compañía”, toma, con mucho sosiego, al ritmo de los pasos del animal, dirección hacia la Tercia. Su suegra, según se dice, es de armas tomar.

Y tornamos al punto de donde partimos que no fue otro que la ermitica de don Diego José de Góngora Espín, al lado de los caños del Partidor. Me comenta mi compañero de paseo, don Pedro Molina, que ya hace casi cuarenta años que la Virgen de las Maravillas llegó a este lugar, pero sería hermoso, o tal vez no, conocer los avatares que verá la imagen con el paso del tiempo, año tras año, siglo tras siglo. Que será de nosotros, y que habrá de ser de nuestra sangre. Y volvemos a repetir, mirando hacia el llano del Convento, ¡solo Dios lo sabe!»

 

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