Antonio Peñalver Corbalán
Las casas baratas eran obras de legislación específica y promoción gubernamental, destinadas al acomodo de la clase menos pudiente por su bajo coste. Las de Cehegín se levantaron hacia la mitad del siglo XX. Su construcción solía ser de una o dos plantas a lo sumo, en las afueras de las ciudades. Hoy, las Casas Baratas en Cehegín, son un sitio de referencia, por su céntrica situación y por dar su nombre a una zona concreta de nuestro pueblo.
Viene a mi memoria de pronto, de forma melancólica, el recuerdo de aquel barrio de pequeños edificios homogéneos que daban todos a un jardín exterior, habitado por gente variopinta cuyo denominador común era la dura subsistencia del día a día. Allí, el derrotado agricultor del entresuelo que nunca sonreía a los niños, aposentaba su bicicleta en el zaguán, noche tras noche, embarrada de tierra recién regada, mientras desataba con calculado esmero el cestillo de mimbre de frutas del tiempo, resguardadas con sus propias hojas que las mantendrían frescas.
Encima, en el primero derecha, vivía el respetado municipal, que con su ancha gorra de plato caída hacia un lado y su inútil pistolón, aquietaba a su paso a los endiablados jurgues que burreaban en la plazoleta, y que quedaban petrificados, impresionados por la figura marcial de aquel viejo funcionario, creyendo que por su avanzada edad, descargaría sus iras contra ellos; éste, impasible, ni advertía su estática presencia, solo pensaba en llegar al pisucho donde le esperaba su santa esposa, y darle unas caladas a un cigarro liado asomado al balcón, que tan solo distaba un par de metros de la calle.
En el segundo rellano, residía la forastera maestra de párvulos, tan querida y tan temida por sus pequeños discípulos, cuando montaba en justificado enojo. En el piso de enfrente, moraba aquella vieja solterona de las cejas retocadas al estilo de las putas de burdel barato, y que siempre andaba asomada a la puerta en permanente vigilancia, dispuesta a dar y recibir un ¡hola! que, seguramente, constituiría para ella lo mejor del día.
De arriba del todo, se desprendía un amable aroma del mismo guiso de la semana anterior, y la anterior y la otra, de la casa de aquella atractiva y enigmática dama que disimulaba sin éxito sus portentosas curvas bajo una bata de guatiné; solo los vecinos sabían que no era viuda. Tan solo era la sufrida esposa de un viajante casi anónimo, por el tiempo que pasaba fuera de su escalera de las Casas Baratas.
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