Por nuestro querido cine Alfaro

Este mes de Octubre 2015, se cumplirán veinticinco años de la demolición del Teatro Alfaro, emblemático teatro-cine donde varias generaciones disfrutamos del Séptimo Arte, de las grandes películas que han quedado para la historia, entre tantas obras maestras: Sólo ante el peligro, La Diligencia, Casablanca, Gilda, Vértigo, o Centauros del Desierto, y tantos otros célebres filmes…

En 1918 nacía este teatro con el nombre de Salón Benavente, en memoria del ilustre dramaturgo, y construido por un grupo de aficionados; con capacidad para 300 espectadores, el escenario resultaba, al parecer, pequeño e incómodo.

En 1929 el histórico Teatro Calderón, anexo a la Ermita de la Concepción, seguía en pie, aunque reconvertido en cine tal como le sucedió al Teatro Alfaro. Ambos se dedicaban casi en exclusiva a la proyección de cine a finales de los años veinte.

Pero sigamos con nuestro cine: en las desapacibles noches invernales, ¡qué a gusto se estaba en el cine Alfaro!, y aun más si te tocaba junto a un radiador de calefacción y en buena compañía. 

Aquel recoleto teatro-cine que decían semejaba una “bombonera”, con la llegada del cine sonoro y la pantalla panorámica, pasó de ser un ‘mini-romea’ (valga la expresión) a un amplio salón (patio de butacas de madera) con anfiteatro y paraíso (torraera), todo muy acogedor. Sólo al entrar al pequeño hall, que franqueaba a la platea, ya te sentías placentero, fotos de las estrellas de moda envolvían las paredes: Virginia Mayo, Gary Cooper, Errol Flynn, Clark Gable, Rita Hayworth, y algunas más nos anunciaban las fantasías cinematográficas.

El gratificante perfume del ambientador con una mixtura evocadora de azahar emanaba de los cortinajes de terciopelo que servían como toque de intimidad al patio de butacas, y es que Antonio ‘el Vendecaro’ o José María ‘el Chispe’ acababan de expandirlo con una ‘chuflaina’ por lo pasillos del cine, mientras Manolo ‘el Cojo’ terminaba el arqueo de la recaudación de la noche y Santos Zapata envainaba flemático su elegante espadín dentro del bastón, le gustaba limpiarlo con un trapo que guardaba en la taquilla.

Era la hora de los noctámbulos, los que iban a ‘la última’, (el último pase), a la salida algunos personajes pintorescos cehegineros comentaban las secuencias famosas: Jesús el Herrador, Lorenzo Carranza, los maestros de la aguja Eloy Salinas y Rosendo Zafra, y el veterano de la farmacopea don Antonio Bañón que gustaba de las películas de vaqueros. Otros nocherniegos amigos de los films de Carlos Gardel o Pedro Infante eran Andrés Peñalver Espín, Felipe Peñalver, Pepe El Bulí y mi padre, que no se perdían ni una.

Las películas entrañables, como los galanteos de la pubescencia, nunca se olvidan. Hay celuloides, que, sin ser obras maestras, marcaron a toda una generación que no disfrutaba de otra forma cultural que no fuese aquel viejo cine Alfaro, ya con pantalla panorámica, donde tantos sueños inalcanzables despertaban. Una de  las películas que me asaltaron en su estreno, en aquel viejo cine, fue Picnic, con mi actriz favorita de protagonista, y romance oculto de todos los adolescentes de la época, con todo cuanto representó aquel tiempo: los actores, William Holden y la  diosa: Kim Novak …

La repostería de los Periñanes y los descuidados aseos cercanos (una paradoja). Allí ofrecían a la clientela garbanzos torraos y la consabida gaseosa, fieles acompañantes de los jóvenes, mientras los de la Torraera, menos pudientes, consumían aratones, que se vendían en la puerta del cine; estos populares frutos del almez, cuyos huesos se utilizaban como proyectiles por el trozo de caña a guisa de cerbatana divertían a la Torraera contra los ‘burgueses’ del patio de butacas: Canutos de caña que los guardias municipales con un celo desmedido solían aprehender y pisotear y si era menester llevarse p`arriba al infractor. —“ir p’arriba”, significaba llevarlo detenido hasta el cuerpo de guardia (Conocido popularmente como «Cuartico de repeso«)—. Eran las cosas de la época. 

En la buhardilla un sólo proyector Ossa, (la misma marca de las motocicletas). Mientras cambiaban el rollo de celuloide, Alfonso el  Porrón interpretaba al piano un charlestón: “El Tomás”, que era la única pieza que sabía tocar y cuando se hacía cansina, el ‘pianista’ corría entre cortinas y gritaba: “¡Qué toquen el Tomás…!” Y regresaba raudo a la faena. Entonces se excusaba con el público: “Han pedido el Tomás…”

Cuando se fragmentaba el celuloide, los maquinistas el Galeoto, o el Títere, se apresuraban a pegarla mientras el público pataleaba y gritaba. “¡Date prisa Galeoto…! ¡Venga ya,…Títere! que está en lo más interesante…”

Aquellas cintas de pistoleros, las galopadas de la Torraera, el héroe de la pradera y la chica. Todo lo épico y romántico que representaba aquel cine, el símbolo de una época precaria, pero llena de asombrosas posibilidades, que transcurrió en medio de la indiferencia de quienes no pensaban en las consecuencias de la desidia cultural rampante frente a los que buenamente divisábamos el mundo y el futuro de un modo diferente, con la pasión de la juventud.

Ahora sólo queda el solar con un quiosco y un letrero que señala: “Plaza de Alfaro”. (Al menos debieron titularle “Plaza del Cine Alfaro”). 

 

Antonio González Noguerol

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