Mi padre, que nació en 1923, por tanto va a cumplir 95 años, me cuenta que antes de la guerra civil, ya existían las comparsas tal como hoy, que venían de otros pueblos mezclándose con las de Cehegín. La mayoría hacían el trayecto de la Plaza de la Iglesia hasta el Convento a pie, recorriendo las principales calles del pueblo. También, parece ser, que salía alguna que otra carroza de tracción animal.
Antes de la Guerra Civil no había problemas con la vestimenta; la gente podía ir con la cara tapada al grito de «que no me conoces» con la voz impostada; los hombres vestidos de mujer con la cara tapada, lo que hacía las delicias de quienes se echaban a la calle para pasar un rato divertido viendo a sus paisanos caracterizados de los personajes más insospechados.
Posteriormente a la contienda bélica, las cosas cambiaron sustancialmente y en principio fue suspendida la fiesta. Posteriormente solo se prohibió la modalidad de cara tapada, por temor a que alguien pudiera camuflarse aprovechando la máscara para cometer alguna fechoría. De hecho, en los famosos bailes del casino, aquellos que entraban en el recinto y llevaban el rostro cubierto, tenían que levantarse la careta a la entrada para mostrar su identidad y que, de esa manera, no se colara ningún indeseable.
Anécdotas las hay para todos los gustos. Mi padre me narra una muy graciosa de un familiar nuestro muy cercano del que, naturalmente, no diré su nombre. En un baile de Martes de Carnaval, allá por los ’30, una señora ataviada con un precioso vestido antiguo y su cara tapada con la clásica máscara de raso con flecos que hacía indefinible la personalidad de quien la portaba, vio a su sobrino favorito cerca de la repostería con un grupo de amigos divirtiéndose alocadamente y decidió acercarse haciéndose pasar por una desconocida y flirtear con él hasta donde la decencia le permitiera; pero al transcurrir del tiempo, aquello se le fue de las manos a la buena señora, que acabó volviendo loco al joven muchacho que, por un momento, pensó que había conocido a la mujer de su vida; ¡aquel perfume…y ese esbelto cuerpazo…, Dios mío, cuanta hermosura! Cuando el joven tomó la decisión de pasar al ataque convirtiéndose poco menos que en un pulpo en celo, ella tuvo que parar aquella incomodísima situación diciendo: ¡¡para, para!! ¿Es que no ves que soy tu tía?
Otra anécdota inolvidable de la que yo fui testigo directo, ocurrió también en el casino allá por los ’70. Un componente de nuestro grupo de amigos del que tampoco diré su nombre, optó por vestirse de mujer fatal con su vestido largo, taconazos, una gran peluca rubia cardada, su bolso de charol en una mano y su boquilla kilométrica entre los dedos de la otra. Estaba ‘preciosa’ con los ojos pintados y los pómulos enrojecidos artificialmente, o eso debió pensar un viejo ganadero de negra vestimenta venido de los adustos campos caravaqueños. Nuestro amigo se agarró del brazo del maduro campesino del que consiguió enseguida lo que quería: copas y más copas de cava catalán, paseándose con él de bracete por delante de nosotros ante nuestra hilaridad incontenible. Pero el tiempo fue pasando y aquel hombre no estaba dispuesto a soltar a su preciada presa; no se enteraba de nada; estaba totalmente colado por nuestro amigo. Al final, el rústico ciudadano le invitó a subir al salón de arriba para buscar asiento donde reposar y entablar una relación más intensa; había que ver la cara de nuestro entrañable colega suplicándonos ayuda para quitarse al ‘mochuelo’ de encima. Parece ser que finalmente descubrió a aquel hombre su verdadera identidad, cosa que a éste le importó un comino; al fin y al cabo estaba ligando en uno de los famosos bailes de carnaval del casino de Cehegín, que es lo que él quería. Se estaba repitiendo de forma extraordinaria la escena final de aquella memorable película del gran Billy Wilder titulada «Con Faldas y a lo Loco», cuando el inolvidable Jack Lemmon se arranca de un tirón su peluca en el descapotable y confiesa al anciano seducido que ¡Soy un hombre! y éste, cáusticamente, le dice aquello de…»Nadie es perfecto».
Antonio Peñalver, febrero de 2018
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