Antonio González Noguerol
Se nos ha echado encima diciembre, recio y grisáceo pero jubiloso, uno de los meses más fascinantes del año. Tal vez al lector le parezca un gusto extravagante, pero visiten el Casco Antiguo de Cehegín en esta época y no verán nada más impresionante. En nuestras latitudes se instalan las melancólicas brumas, las mañanas son cubiertas por ese cendal misterioso y sutil… Antiguas canciones infantiles evocan a la niebla: «… que se eleve rauda al cielo para huir del fiero lobo, porque si no, la raptará…».
Del calendario –es otoño- caen sin pausa las hojas y se avecina el tradicional Puente de la Purísima, además de la conmemoración de nuestra Constitución, seguramente los treinta y tantos años más florecientes de la Historia de España. (Aunque en la actualidad no estemos para tirar muchos cohetes).
Una de las viejos tradiciones se desata y vamos rebuscando en las arcas de las abuelas los ‘apichusques’ del belén: los zagales, ilusionados, seleccionan las olvidadas figuritas: los pastores, las casicas, los Reyes Magos, Herodes y su soldadesca, “El tío cagando”, los mercaderes y naturalmente el viejo Nacimiento.
Antaño, el 8 de diciembre –además del onomástico de las pocas ‘Conchis’ e ‘Inmas’ que van quedando- se festejaba el día de la Madre y el recordado Luis el Sacristán, ante el general alborozo juvenil, repartía bocadillos y jícaras de chocolate a todos cuantos se despegaran de las sábanas y acudieran a la Misa de Alba.
Como señala el antiguo refrán: en torno al 30 de noviembre deberíamos efectuar el sacrificio del cerdo o mejor como aquí la denominamos: “la matanza del chino”, uno de nuestros más tradicionales atavismos tragantones.
Jornadas dedicadas a las labores gastronómicas que antaño gozaban de pleno apogeo, aportando una extraordinaria despensa para todo el año en numerosas casas pudientes: desde los sabrosos embutidos -entre ellos, el ‘obispo’, un enorme relleno con lo mejor del cerdo- a los perniles y lomos embuchados que se salaban en la ‘allárriba’. Además de reservar las mantecas del gorrino para la futura elaboración de los deliciosos mantecados navideños.
Las marraneras quedaban vacías, sobre todo por el cariño que se le llegaba a tomar a los cerditos, todo un año criándolos a base de nutritivos berbajos y alimentos sobrantes. Al pobre cochino le llegaba su hora, en algunos casos dramática, pues debido a los escarnios sufridos defecaba la excluyente y escatológica ‘morcilla del banco’, -poco apetecible por cierto-.
Una vez seccionado, se preparaba la ‘muestra’ para ser analizada por el veterinario, y obtenido el beneplácito se pasaba a la acción. Lo primero, bajar hasta las espléndidas riberas del río Argos, que a la sazón discurría cabrilleante y caudaloso, a lavar las tripas de infortunado puerco con gran cantidad de limones y naranjas para desinfectar y aclararlas debidamente.
Entretanto se iniciaba la ‘Ceremonia Sagrada’: imprimiéndoles brillo a las viejas perolas y cazos con arena y limón. Se sacaban de los armarios los enormes hierros enrobinados junto a los atizadores y demás adminículos de la lumbre. Cuando el leñoso infierno hogareño chisporreteaba como un castillo de fuegos de artificio comenzaba la cocción de toda la exquisita mixtura de sabores: el morcón, la ennegrecida butifarra junto a las socorridas morcillas, los chorizos, la longaniza y los rellenos coloraos y blancos de cuyos jugosos posos resultaba el glorioso pringue, popular matahambres de una época y padre de todos los ungüentos actuales con que adulteramos el imposible apetito de los insufribles zagales.
¿A quién no le gustaría, en aquellos tiempos, el mantecoso y bienaventurado pringue extendido en una generosa rebanada de pan de carrasca rebozada con azúcar?… -Es que el pringue le gusta a todo el mundo…- aseguraba el tío Mazantine, voluptuoso catador de las delicias del cerdo. –Nunca mejor dicho-.
Y es que aquella chicha de ‘chino’ estaba muy rica. Todo un lujurioso festival de sabores con los que cada casa celebraba la bacanal previa a Navidad.
Y después del banquete despertábamos la guitarra, la zambomba y la pandereta para afinarlas, porque el Adviento emanaba efluvios navideños y recordaba los suculentos mantecados y el oloroso alfajor bien regados con Anís Murcia y Mistela Ceheginera.
facil.and 16 febrero, 2015 a las 10:46 pm
Peroles de cobre, cocer y escurrir la cebolla de las morcillas.
A los críos nos daban lomo asao (asado) por la mañana para almorzar, al mediodía migas (de harina panizo) con tajás y pimientos.
– Coma usted pimientos.
– Si también me gustan las tajás. (decía los allegados)
Y por la tarde noche, después de hecha la mantanza, olla de apio.