‘La niña de ojos verdes’. Antonio González

 

En los ojos de aquella niña, pese a sus escasos diez abriles de existencia, no brillaba la alegría, tampoco destilaban tristeza, ni demandaban nada; era un brillo especial, un extraño fulgor que atormentaba a la conciencia. La mirada lánguida de aquellos ojos de verde pupila, sólo suplicaban una cosa: confianza.

En aquellos rincones rebosantes de hambre, moraba la dulce niña, al revés que el resto de sucios jovenzuelos, la muchachita se mostraba espléndidamente limpia y el postrero sol de cobre se reflejaba en sus lozanos cabellos. Esos luminosos rayos de poniente que adormecían a los ‘aviones’ que planeaban por el Alcázar hacia el lecho nupcial en las viejas guaridas de la inexpugnable fortaleza ceheginera, allí donde los placenteros verdores de la Vega se enfrentan a los centelleantes azules celestes y que, a la sazón, coqueteaban con los espejos del río.

Uno de los caprichos que más gustaba la niña era llamar al eco desde los terraplenes puntarroneros: “¡Eco, ecooooo…!” –gritaba la chiquilla con su voz aguda, esperando la contestación de su ‘amigo’ Eco…, hasta que un día se llevó una gran sorpresa. Cuando, con las manitas en forma de altavoz, empezó a proyectar la voz: “¡Ecooooo…!” – desde las laderas de enfrente, debajo de la mina Carlota, le devolvió el eco una voz varonil de tono adolescente: “¿Qué quieres…, preciosa…?” – esta respuesta le produjo un inesperado desazón y como si de pronto se sintiera espiada salió corriendo, totalmente descompuesta, hacia su mísera morada.

Y es que sus triviales juegos eran contemplar largas horas el valle de Canara y los huertos de la ribera, mientras escuchaba el monótono croar de las ranas que organizaban su tálamo en las ‘vaeras’ del Argos y los trinos de los gorriones por los peligrosos precipicios de la ‘Cueva de la Encantá’ y de la torre del ‘Ladrón del Agua’ –una de las 32 del recinto medieval de Cehegín- donde los jovenzuelos jugaban al escondite y sabe dios qué otras ‘juguescas’ de la incipiente y deliciosa incontinencia adolescente. Aunque criada en los abismos de la condición humana, la niña huía de aquellos desvergonzados pilluelos.

Algunas plácidas tardes, al señuelo del atardecer, como una hermosa ‘Bella Durmiente’, se amodorraba en un ribazo del despeñadero puntarronense y sus fantasías se encaminaban hacia otros senderos que conducían hasta las casonas y palacios que jalonaban la calle Mayor, donde vivían otras niñas tan preciosas como ella, aunque hijas de personajes notables del pueblo. Su madre, observaba aquella atracción de la chiquilla por la calle Mayor, por eso le advertía cautelosa: -“No te acerques nunca sola por aquellas calles, porque te puede reñir alguna señorita…”

 Siempre había soñado ser una de ellas y por eso se acicalaba cuanto podía, con su pequeño tesoro: un frasquito de colonia que le regaló el ‘Tío de la Moa’ (por acompañarlo hasta aquellas abruptas callejas para indicarle donde vivía una decrépita viejita), además del desdentado peine que usaban todos los de su familia y que algunas veces debía introducirlo en la acequia cercana y restregarlo con un cansado trapo para despegar las liendres acumuladas.

Como afirma de Marianela el gran Pérez Galdós, aplicándole el verso de Polo de Medina: «Es tan linda su boca que no pide…». En efecto: de ni hablando, ni sonriendo, ni mirando, revelaba aquella infortunada chiquita el hábito degradante de la mendicidad. Aquellos verdes ojos denotaban una madurez incomprensible en una cenicienta del Puntarrón. Eran una suerte de cárcel que te apresaba con la mirada.

Como una mariposa cautiva, linda, impoluta y espléndida, la muchacha gozaba de esa innata aura distinguida, pero, al modo de una princesa destronada, imposibilitada para ejercer ese regalo de la naturaleza.

Y es que su único pecado fue nacer en humilde cuna, ausente de manjares regalados, lejos de mimos y zalamerías, carente de fragancias y porcelanas. Como tantos otros seres de aquella época, marcada con el estigma del infortunio.

Y también, como tantos otros, se marchó por horizontes perdidos en busca del idealizado Edén donde rescatar la dignidad expropiada.

………………………………………………….

Al cabo de muchos años, un día de agosto, estacionó en la emblemática plazoleta del Mesoncico un precioso BMW azul marino de última generación y se apeó una hermosa señora trigueña de edad madura acompañada de un hombre. Pero lo que más me llamó la atención fue los grandes ojos verdes de mirada lánguida de la mujer, unos ojos con un extraño fulgor que atormentaba la conciencia.

Se acercaron preguntándome si estaba en venta alguna de las casas-palacio de la calle Mayor. Les aclaré que ya no quedaba ninguna: habían sido adquiridas por los ingleses…

 

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