No puedo contar la historia del casino de Cehegín, porque la desconozco. Sin embargo, sí puedo decir con orgullo que formo parte de ella, la más reciente si se quiere; los últimos momentos de su grandeza, que la tuvo, y ahí estaba yo.
Era a finales de los años sesenta. ¿Cómo voy a olvidar aquel intenso olor a café y puro que impregnaba el ambiente nada más subir las escalinatas de entrada a aquella sociedad de esparcimiento? Y el chirrido del muelle de la puerta acristalada de acceso, donde nada más entrar veías a Pedro Martínez, el regente de la repostería, con su amabilidad y su prudencia exquisitas haciendo un aromático café de sobremesa que habría de servir a algún socio recién comido. Algunos acompañaban el café con «una faria» canaria y una copa de coñac Terry, Veterano, Soberano o Magno que Pedro o su sobrino Pepito les servirían con silenciosa educación en las peceras que dan a la Calle Mayor. Habían quienes daban un timbrazo desde el citado habitáculo enmaderado hasta media pared en color caoba, para ser servidos en su confortable sillón orejero, otros presionaban el timbre para avisar al conserje de turno, para que les preparara el billar o una mesa de jiley, o les diera las fichas del dominó.
¿Cómo no he de nombrar aquellas escupideras de porcelana decorada que algunos, tras una fuerte tos tabaquera, usaban para soltar el pegajoso esputo que atascaba sus gargantas? Ahora sería imposible contemplar un acto semejante sin ser asaltados por una gran repulsión, pero entonces lo veíamos con total naturalidad. Había un anciano silencioso que no se metía con nadie al que llamábamos «El Chache»; era fumador empedernido de ‘Celtas largo’ sin boquilla. Cuando a mitad de un interesante partido de fútbol le acudía la angustiosa tos que todos creíamos que acabaría con él, de pronto alguien decía en voz alta: ¡»Echa un cigarrico, Chache»! Éste, con desesperante parsimonia y mano temblorosa, sacaba un Celtas del bolsillo de su chaqueta negra y lo encendía. Allí, a la primera calada, se acababa la tos.
Del salón de arriba, o sea el del juego, se oían unas palmadas de alguien que avisaba al repostero para reclamar su presencia; éste tenía que subir-seguramente con desagrado- y preguntar quién demandaba su servicio. Todo esto parece raro ahora, pero entonces nadie reparaba en si era o no un gesto ético.
A esas horas la afluencia de socios era notoria. Yo solía acudir con mi padre a tomar un café y hojear aquel «AS» en color marrón con grapas en su lomo, sobre todo la contraportada, donde aparecía una bellísima señorita en paños menores, a la que aquellos hombres llamaban «la guapa», y el periódico afín al Movimiento «Línea», mientras esperaba la llegada de amigos para echar una partida de dominó o proseguir mi utópico aprendizaje de los difíciles y nobles juegos de ajedrez y billar.
Ya se encontraban allí. Unos sentados en aquellos cómodos sillones de mimbre con asiento de cuero marrón, mientras otros preferían el frío skay de los sillones adosados a la pared de madera. Juan Carrasco «El Trifulco», Antonio Álvarez «El Coletero» y su hermano Miguel fumando la pava de un Farias, ayudándose de unas pequeñas tijeras para no quemarse los dedos. Allí estaba Fidel Cruz, el hombre interminable por su gran altura, y el discreto Alfonso Peñalver y muchos otros que si les nombrara haría inacabable esta narración. Al poco llegarían Joaquín Lorencio, hombre circunspecto e introvertido, y Pedro Semitiel elegantemente vestido, que aterido de frío buscaba raudo el radiador de la calefacción para poner sobre él sus frías manos. Por la cuesta de Las Boticarias, asomaba José Ruiz «El Picaor», que castigado por el tabaco, siempre hacía una leve parada al final de la misma con los brazos en jarras, que solía arrancar un suspiro de algún malévolo socio: ¡¡Ay!!
Tampoco faltaba a la misma hora Paco Corbalán «El Meta», asentador en la lonja, con sus piernas arqueadas que recordaban sus años de buen portero de fútbol. Y «Jesuslopez», así todo junto, aquel viejo delicioso, topógrafo de profesión y notable biolonchelista, al que un día vino a buscar un forastero preguntando por don Jesús López, ante las miradas atónitas de los allí presentes que no sabían a quien se refería, hasta que un socio adelantado cayó en la cuenta de que aquel señor preguntaba por «Jesuslopez».
Algo más tarde, asomaba por la acera de la Calle Mayor Andrés Peñalver, que solo admitía bromas cuando él quería, pero era poseedor de un fino sentido del humor que hacía las delicias de los allí presentes. Qué decir de la llegada de su hermano Pepe, con su hijo Juanito tomado en brazos, dispuesto a contestar con gracejo inigualable en un mocoso de tres o cuatro años, a las acometidas del legendario Martín de Mariano, el conserje que trastabillaba, o Ginés «El Zimba», que le animaba a decir: ¡di verga Juanito, y estaca! Pijo, capullo o bufando, eran los epítetos más suaves que se le ocurrían al niño y que justo es lo que los concurrentes querían oírle decir.
Pero la bomba estallaba cuando llegaba Alfonso Moya «El Góngoro», apodado así por ser descendiente directo del célebre terrateniente Alonso Góngora. ¡Qué barbaridad la que liaba con el primero que se le antojaba! Su principal presa era Antonio Álvarez «El Coletero», al cual instaba a gastarse en gambas con él todo el dinero que tenía, ya que carecía de hijos que heredaran su pequeña fortuna. Pero todos le aguantaban y reían sus groserías, pues le conocían de sobra y sabían que era la mejor manera de pasar una sobremesa inigualable.
Y de pronto, el terremoto. Pepe Lorencio acababa de irrumpir con su capa negra, su boina y su pipa alardeando con cualquier objeto entre sus manos: unos zapatos, unas gafas, un reloj…, seguramente de escaso valor, comprado esa misma mañana en Murcia, el cual mostraba con misterio y con la única idea de endosárselo a algún ingenuo que tuviera una mala tarde. Algunos le tomaban el pelo-los más osados-, otros salían huyendo del habitáculo como alma que se lleva el diablo, temiéndose lo peor. Los que tomaban la primera opción eran rápidamente enviados a «la mierda» por el susodicho, de forma atronadora y en el mejor de los casos.
Si entraba al salón de la televisión, siempre encontraba a alguien roncando placenteramente, sumido en el sueño de Morfeo producido por el soporífero telediario, que bien podrían ser Rafaelilla o Cristobal «El Obrero», aquel fabricante de deliciosos turrones. También solían estar, aunque bien despiertos, Diego «El Barrenas» tomándose una postrera Henninger (cerveza), él decía que le ayudaba a hacer bien la digestión, y Alfonso «El Motolite» con su copa de Magno y su paquete de cigarrillos marca ‘Habanos’ sobre un velador de aquellos de color verde, esperando la hora de empezar a hacer «delicias» en su obrador confitero. También recuerdo al enigmático Alfonsito de don Octavio con su deformidad natural en forma de chepa, plantado con su traje negro que le otorgaba un aspecto tétrico, ante aquel que hubiera osado despojarlo de ‘su’ asiento; permanecería impávido hasta que el usurpador dejara libre la butaca. Una vez sentado en ella, miraría al televisor esperando que una hermosa locutora hiciera su aparición, entonces la emprendería a manotazos contra el brazo del sillón en señal de júbilo por tan preciosa presencia.
Es el mismo salón donde aún resuena, fantasmagórica, la loca algarabía de gritos, risas, confetis y serpentinas de colores de los míticos bailes de carnaval y Nochevieja, al son de orquestas venidas de otros lugares y que habían tomado el relevo a «Jesús El Pavo y sus muchachos», y aquel viejo Pleyel parisino que hoy reposa arrinconado y desdentado, suplicando que alguien se fije en él para devolverle la vida. En un Pleyel componía Federico Chopín hermosas sinfonías en su retiro del Monasterio de la Cartuja de Valldemossa.
Ahora vienen a mi memoria esas tardes de toros en las fiestas de la patrona de Cehegín, cuando los forasteros, tras haberse atiborrado de excelentes manjares del gran maestro Francisco el del «Bar Sol», acudían al casino acompañados de sus bellas esposas-a mí me lo parecían-, alegremente vestidas para la ocasión con sus tocados florales o sombreros cordobeses, para tomar el protocolario ‘café, copa y puro’ antes de dirigirse a la plaza de toros a disfrutar de una colosal corrida de las de entonces, al son de animados pasodobles interpretados por la banda de música local.
Si subía al salón del juego, lo normal era encontrarme una partida de Subastado o Dominó Doble en la que nunca faltaba don Antonio Espejo, Martín de Mariano-conserje aunque uno más a la hora de formar partida-, Pepe Béjar, El Meta y algún otro. Un poco más allá, había otra mesa, algo más en serio, de giley, donde Pepe Puerta, el de los electrodomésticos, armaba jaleo incesantemente. Los sábados y domingos era ya otra cosa. En ese salón se jugaba una gloriosa partida de póker sintético-también conocido como ‘destapado’-, a la que acudían auténticos filigranas de la impasibilidad, tan necesaria para este arriesgado juego. La expectación era máxima. Algunos hasta venían de Madrid para participar y, a veces, salir desplumados.
Allí nos juntábamos enseguida mi hermano José Mari Peñalver, Miguel Artero, Paco Crespo, Juanito Espín, los tristemente desaparecidos Javier Navarro y Paco Ruiz de Assín (no recuerdo su primer apellido y lo siento) nieto de don Octavio, Paco Puerta, Paco Noguerol «El Roa» y algunos más, dispuestos a iniciar una gloriosa tarde de ocio. Éramos diestros en el deporte del ping pong. Alguna vez, Asensio «El Cañamones», en tarde de verano, nos obsequiaba con un conejo para comérnoslo al horno con patatas bajo la vieja parra que daba colorido y sombra a la terraza-mirador, frente a la impresionante panorámica del hermoso casco viejo de nuestro pueblo. La única condición era ir a su casa y que su santa esposa nos lo diera ya sacrificado. Él decía que le encantaba vernos gozar y la vitalidad que teníamos propia de nuestra juventud.
¡Ay los partidos de fútbol en el salón de la televisión! Amancio, Pirri, Velázquez, Gento… Si querías ver el partido en sitio preferencial, tenías que dejar el clásico moquero en el asiento elegido; ya te podías ir tranquilamente, pues aquello era respetado por todos y nadie osaría sentarse en ese sillón. ¿Y esa cerveza en el descanso del partido…? Si decías: «Pedro, ponme una cerveza y unas cigalas con limón», él ya sabía que te referías a sus famosas patatas fritas.
Me estoy acordando de Pepe «El Riondo», que se dormía intensamente con la boca abierta en el salón de la televisión, tras una larga noche de trabajo en su panadería; parecía que estuviera muerto, pero se levantaba como un resorte, sobresaltado, cuando le tocábamos en un hombro para decirle que teníamos partida al dominó. También participaba su tío político Juanito «El Roque», recién venido de Madrid jubilado.
Felipe Alemán, Juan López y su hijo Andrés, Francisco Avellaneda, Jesús «El Pavo», Dionisio «El Toneja», Antonio «Demetria», Juan «El Lipende», Antonio «El Cañamones», don Antonio Sánchez «El Calcetas» y José Moyica, el otro conserje y bellísima persona. Paco Peñalver «El Chiquitín», Salvador Piñero, maestro independiente y gran cronista taurino (Salpife era su seudónimo), Paco Zamora y Ricardo Noguerol, antiguo viajante de alpargatas de los que paseaban su pesada maleta de cartón piedra por las estaciones de tren de media España. Los hermanos Juanito y Pepe Carreño cuando venían, buena representación de la aristocracia ceheginera. La lista sería interminable. Un largo etcétera de personas ya desaparecidas-la mayoría- físicamente, pero presentes en la memoria colectiva de todos aquellos mozalbetes que pasamos allí, en el viejo casino, algunos de los mejores momentos de nuestras vidas.
mantellin2@hotmail.com 3 junio, 2016 a las 9:03 am
que menclas fechas nombres y cosas.cosas viejas con nuevas, ………………………….empollate y despues escribes..
Antonio Peñalver 2 julio, 2016 a las 6:06 pm
No sé quien eres, pero no tienes ni idea de lo que dices. Todos los personajes son de la época en la que yo pasaba tardes enteras de verano en el casino. No tengo por costumbre mentir y sí documentarme antes de escribir. Lo que ocurre es que seguramente tú tienes tanta edad, que confundes personajes.
Juan Carreño Marin 27 junio, 2016 a las 10:32 pm
Estimado Andres:
Por casualidad di con tu página navegando por internet.
Tu trabajo «Una tarde en el Casino» me produjo emoción, ya que enumeras personas todas conocidas por mi y que muchas de ellas ya no están con nosotros.
A lo largo de tu narración, describes personajes, comportamientos, sonidos e incluso aromas que me quedaron gravados en la memoria y por lo tanto en el recuerdo nostálgico que va dando la edad y la distancia.
Por último, agradecerte que en tu artículo hayas tenido el detalle de acordarte de Pepe y de mi, que vivimos una época peculiar del Casino de la Calle Mayor de Cehegin.
Un abrazo,
Juan Carreño Marin.
Juan Carreño Marin 28 junio, 2016 a las 8:16 pm
Disculpame la duda, no sé si tu nombre es Andrés o Antonio, en cualquier caso mi agradecimiento y un abrazo.
Juan Carreño Marin