Antonio González Noguerol
El viejo astro rey agazapado en el horizonte se desperezaba espantando con suaves manotazos a los manojos de algodones nublados que impedían quebrar el alba. Poco a poco, con su proverbial sonrisa optimista, apareció el dios sol, y sus omnipotentes rayos se desplegaron inundando todo de luz y color. La temible borrasca había sido conjurada.
Y es que era la festividad de Nuestra Señora de las Maravillas de Cehegín.
Los músicos, ataviados con ropajes variopintos, aguardaban en el sitio acordado: la plaza del Alpargatero, donde será homenajeado el legendario artesano con el evocador pasodoble “Churumbelerías” de gran arraigo local. Mientras, la multitud de jóvenes festeros acudían pertrechados de viandas y botas de vino junto a otros ‘aderezos’ gastronómicos, gloriosas cortesías de Baco.
La gran diana estaba dispuesta, la hora prevista sonaba en el emblemático reloj de la Concepción, soliviantando el noble espíritu del duende de la jaula de oro que se refugia en su torre de marfil desde hace casi cuatro siglos: «Martín de Ambel, el preso sin barrotes, eremita sin mística, hidalgo sin gloria… »― como señala José Moya Cuenca, en su obra “Antigüedades de la villa de Cehegín”―.
El maestro de la banda de música blandió con energía su batuta indicando en su acostumbrada anacrusa la entrada de la primera pieza musical. Con un recio acorde, las alegres notas de un pasacalle desbordaron jubilosas en la luminosa mañana septembrina.
Por la Cuesta del Parador los fuelles humanos resoplaban, ya atosigados, y entonaban con los roncos trombones los aires festeros. «¡Cuesta escalar la cuesta!» ―diría redundando irónico mi “alter ego”: Paco el Supersabio―
Los mozos y mozas saltaban, ríendo y bailando incansables al son de las alegres melopeyas. Despertados por tanta algarabía, algunos perezosos se apresuraban a incorporarse en la comitiva.
Se observaba la llegada de festeros de los pueblos vecinos que uniéndose a la concurrencia como nuevos miembros del gremio jaranero y chispeante.
Sobre media mañana, después de recorrer las principales calles y despertar a medio pueblo, se da por finalizado el jolgorio con una atronadora traca que retumba por toda la localidad como una desaforada tormenta.
Algunos retornaban a sus domicilios a perfilarse para la ofrenda floral y otros más cansados o achispados tumbados por las aceras trataban de recuperar el aliento, entre tanto el sol abrasador, despojado de su inicial timidez alborea, calienta el ambiente sin piedad.
Y se acercaba el atardecer, las campanas de la Iglesia Mayor volaban alegremente como alegres avecillas anunciando la ofrenda de flores a la Patrona.
La fiesta ha de continuar… El Mesoncico aguardaba engalanado. La recoleta plazuela, conocida antaño como Plaza del Sol, nombre atribuido, tal vez, por un reloj de sol enclavado en la noble fachada donde destaca la balconada de hierro, forjada por hábiles manos artesanas. -Al amparo de las austeras fachadas, antaño, nuestra laureada banda de música comenzaba todos los cortejos: cuestación, procesión, corridas de toros, etc… Y en el entrañable Hospital de la Real Piedad pernoctaba el orador sagrado de las funciones religiosas ―la gente del pueblo le llamaba «el Predicador»― y cada mañana era recogido por el conjunto musical, escoltándole al son de alegres marchas hasta la Iglesia Mayor de la Magdalena, allí aguardaba la «Maravillosa Señora».)
Y el aire se condensaba poco a poco con el perfume emanado por aquella exuberante miríada de flores… Se producían simpáticas escenas, la tía Maravillas “la Galana”, una abuela de rostro acartonado emperifollada con vetusto refajo, vestimenta autóctona de los huertanos cehegineros, llevando de la mano a su recurrente acompañante, una linda niña de apenas tres años, con unos ojos casi tan hermosos como los de la Virgen de las Maravillas, ambas henchidas con sendos ramos de flores que a duras penas podían sostener entre los brazos.
Escoltada por las autoridades, aparecía un ramillete de bellezas ceheginenses: la Reina de las Fiestas y su Corte de Honor, que inauguran el agasajo floral.
En breves minutos se iba acrecentando una auténtica montaña de claveles, petunias, ababoles, gardenias, rosas y bellísimas plantas exóticas del edén canarense.
Una pomposa ceremonia rebosante de fe que a los mayores les hace añorar el dulce pájaro de la juventud.
¡Felices Fiestas!
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