Tiene 18 años y lleva 14 tocando el piano, un instrumento que, asegura, «me ha hecho ser una persona con una sensibilidad y espiritualidad sin las que no me consideraría vivo». Así se expresa Arturo Abellán, un joven intérprete con raíces cehegineras que -pese a la pandemia- continúa viajando para seguir formándose. Su última escala es Barcelona donde ya asiste a las clases del profesor Denis Lossev.
Atrás quedan miles de experiencias infantiles y juveniles ligadas a un teclado. El primero que tocó, recuerda, «fue el piano eléctrico que utilizaba mi hermano, cuando tenía 4 años. Acababa de oir en un teléfono móvil el famoso ‘Rondo alla turca’ de Mozart, me senté y comencé a tocarlo de oído. Inmediatamente, mis padres me matricularon en la Escuela Municipal de Música de Cehegín; y fue ahí cuando comencé mi carrera que ahora agradezco al destino. Aunque era muy pequeño, recuerdo a mi primera profesora, Carlota Ruiz Cobarro, quien animó a mis padres a apostar por mi formación musical».
Desde ese mometo, Arturo dedicó gran parte de su infancia a escuchar música clásica: «podía pasar horas enteras sentado, apreciando la belleza de las armonías de una ópera de Mozart, por ejemplo. También me gustaba escribir, cuentos y poesía -de hecho aún conservo algunos de mis primeros poemas, escritos con 7 u 8 años-. Otra de las actividades en la que solía pasar el tiempo era haciendo manualidades y papiroflexia, con los papeles viejos del trabajo de mi padre; y jugando al ajedrez, con mi hermano, con mi padre o incluso en torneos del colegio, algo que aún me gusta aunque no tenga la ocasión de practicarlo demasiado. Sin olvidar el amor por la naturaleza y por la paz interior que me inculcó mi madre; aprovechaba cualquier momento para escuchar el sonido del viento o jugar en el jardín con mi hermano».
A partir de los 8 años, su carrera musical está teñida de ciudades y nombres propios: «primero ingresé en el conservatorio de Caravaca y dos años después tuve la suerte de asistir a un curso de verano en Granada, en el que conocí a buenos pianistas, amigos y profesores, que me orientaron un poco en el mundillo; fue gracias a esto que empecé a dar clases particulares en Valencia con Juan Lago. A los dieciséis años conocí a Galina Eguiazarova, catedrática en la Escuela Reina Sofía de Madrid, donde tuve la suerte de ingresar. Hasta entonces había tenido la ocasión de participar en numerosos festivales, clases y concursos de piano, con lo que me había enriquecido enormemente tanto a nivel musical como personal. Ahora, con dieciocho años, he decidido dar un cambio y comenzar en Barcelona una nueva aventura con Denis Lossev».
Muchos pedagogos aseguran que los alumnos que estudian música tienen un mayor rendimiento académico, una afirmación quen corrobora Arturo Abellán: «he de decir que el piano, desde pequeño -y cada vez más- me ha hecho desarrollar una disciplina, fuerza de voluntad y valores que considero la base de mi día a día, y sin los cuales me sentiría en un sinsentido. No sólo gracias a una apretada agenda desde que era pequeño -para compaginar colegio o instituto con la música- sino, también, al hecho de amar la música desde que tengo memoria, me ha hecho ser una persona con una sensibilidad y espiritualidad desarrollada ampliamente desde muy joven; algo sin lo que no me consideraría vivo, puesto que ya forma parte de mí. Es cierto que los ambientes en los que he tenido la oportunidad de moverme han sido verdaderamente enriquecedores, y sin duda han despertado en mí un interés por la historia, la literatura, la filosofía, con las que me siento pleno como persona».
Ese amor por el humanismo se palpa en la entrevista. Para el joven pianista, «no podemos ver un concierto solamente un aspecto formal -tocar aquello que se ha estudiado, que el público lo escuche, le guste y se marche-; un concierto, bajo mi forma de verlo, es un momento único, en el que se utiliza la música según su definición ‘nietzscheana’, para acercar a cada uno de los oyentes a lo infinito. La música es en mi opinión -junto a la poesía- la más abstracta de las artes, que juega directamente con los sentimientos y sensaciones. Un concierto es un acto único en el que compartimos espacio y tiempo; el intérprete trata de transmitir a los oyentes la esencia más pura del ser humano, lejos de las ilusiones en las que cada uno se vea influido por la sociedad. Un concierto no es música, es filosofía, humanidad, todo ello con los sonidos por salvoconducto. El concierto es el ritual de todo músico».
En esta corta, pero fructífera andadura artística, Arturo Abellán, ha contado con el apoyo incondicional de su familia: «sin duda he de agradecer, enormemente, tanto el esfuerzo de mi madre -que desde pequeño me ha abierto puertas y ha hecho todo lo posible para que mejorase musical y personalmente-, como el de mi padre, que trabaja sin descanso para poder mantener el ritmo económico que supone mi desarrollo. Obviamente, hay mucha más gente a la que agradecer mi carrera musical, como mi hermano, que ha colaborado también en todo lo que ha podido; e incluso fuera de mi familia, aquellos que durante mi formación me han ayudado a no dejar de crecer, ofreciéndome sus clases, con conciertos, o cualquier oportunidad que supieran que me podía venir bien».
De su amplia lista de premios destaca «las emociones que ya supone el viaje, y la gente que conoces; también todo aquello que se acumula tras horas de estudio, tensión, concentración, esperanza…, y que tiene como punto álgido los días de las actuaciones; incluso aunque no fuera un concurso, cada concierto o curso es una experiencia única.
Como anécdota curiosa, recuerdo que en Segovia, la noche anterior a la final del concurso comí unos boquerones que me hicieron levantarme al día siguiente con todo el cuerpo hinchado, incluso los dedos, que casi no podía mover. Tenía las uñas moradas y estaba tremendamente mareado. Al parecer, me había intoxicado con ‘anisakis’. Mi actuación era poco antes del mediodía, pero sin saber de dónde saqué fuerzas para practicar un poco esa mañana, y cuando ya era mi turno, mi madre me dijo que no saliese a tocar con el estómago vacío porque no había desayunado; así que, tras dar un bocado a una manzana, vomité e, inmediatamente después, salí a tocar ‘El Albaicín’, una obra española que me ha dado muchas alegrías. Obtuve el primer premio, un premio especial a la mejor interpretación de una obra española, y una beca para realizar un examen en la Trinity College».
Y de las experiencias de ser un joven viajero, Arturo Abellán señala que «resulta difícil quedarse con un solo viaje, puesto que verdaderamente todos son únicos y te transmiten unos aires diferentes; sin embargo, destacaría la oportunidad que tuve con 14-15 años, de recibir clases y ser contratado para conciertos en Suiza, un país cuyos paisajes, gentes, y ambientes me parecieron casi de ensueño, y aún los recuerdo como parte de mí. Tampoco puedo olvidar Viena, donde fui con trece años, como embajador musical de España para tocar con Lang Lang en el famoso Musikverein, en el que se celebra el Concierto de Año Nuevo. Recuerdo que el ambiente cultural era notable; incluso por la calle, los estudiantes te iban ofreciendo entradas para conciertos o la ópera. La sala se llenó al completo y, sin duda, el público apreciaba nuestro trabajo y prestaba verdadera atención. Lo cierto es que el mero hecho de que el público se interese por la música y no opte por ver la televisión en su casa, ya me parece bien».
Pendiente, como el resto de artistas del desarrollo de la pandemia, el joven pianista reconoce que «la Covid-19 ya me hizo cancelar varios conciertos desde principios marzo, y, precisamente ahora, he decidido comenzar a preparar nuevas obras, con lo que no tengo ningún concierto a la vista. Sin embargo, en cuanto puedan celebrarse y lleve un programa nuevo en condiciones, de los primeros públicos con los que espero reencontrarme es con el de Cehegín.
Desde pequeño he tenido claro que quería ser concertista; poder dedicarme a viajar por el mundo y transmitir mi arte a cada rincón del planeta, como los más grandes. Algo que sin duda es complicado y requiere esfuerzo, constancia y miles de adjetivos más. Sin embargo, si no se tiene una estrella en el camino, una aspiración con la que guiarse, resulta difícil llevar el camino recto. Como bien dice mi, hasta ahora, profesora Galina Eguiazarova, «no es buen soldado el que no aspira a ser general».
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